Retrovisor

Sobresaltado miré mi reloj tras escuchar la puerta varias veces. Eran las 11:33 p.m. «El único que me visita de noche es el vecino, pero nunca lo hace después de las once», pensé. Salí de la habitación y antes de hacer la pregunta de rigor, tocaron de nuevo, luego oí: «Vecino, soy yo». La voz ronca y envejecida me dio más pistas de la identidad que el pronombre yo. «Voy», respondí con desánimo.

— Hola, vecino, disculpe la hora. Vine para saber si usted está al tanto de la situación. Como casi siempre llega tarde y los fines de semana no es que se le vea mucho la cara, preferí venir en persona —dijo el señor Jacinto, creo que ni siquiera había terminado de abrir la puerta cuando comenzó a hablar.
— ¿Qué situación? —respondo con desinterés, mientras me pregunto qué otra forma de venir tendría en mente el viejo sino en persona.
— Algo me decía que usted no sabía. Tiene que cuidarse, vecino, la calle está peligrosa. Desde hace una semana han conseguido varios cuerpos por esta zona. De hecho, esta mañana encontraron a un pobre muchacho desangrado a dos cuadras de aquí. No se sabe mucho, pero quería advertirle y, bueno, cerciorarme de que estuviera bien.

Dudé si ahondar en el tema o solo darle las gracias e irme a la cama. Sabía que cualquier pregunta que hiciera me podía costar minutos u horas de sueño. Incluso, lo imaginé pasando a la sala y pidiéndome café.  Un nuevo diálogo interrumpió mis pensamientos. Me dio detalles de lo que él pensaba de la situación y de lo que algunos vecinos le habían comentado. Le sostuve la mirada fingiendo atención. Cuando finalizó me mostré agradecido y en seguida me despedí, le dije que estaba cansado, que en el transcurso de la semana podíamos hablar con más calma.

Compré el periódico la mañana siguiente. Encontré en las primeras páginas la noticia de los asesinatos, con menos detalles que la versión de Jacinto, pero la historia era en esencia la misma. Los cuerpos correspondían a personas de la comunidad, todos hombres mayores de treinta años. «Si el vecino supiera que tengo 29 quizá no me hubiera contado», pensé. Primera vez que sucedía algo así allí, a pesar de que mi ciudad no era muy segura, la zona donde vivía era relativamente tranquila. Debía tener motivos para preocuparme, pero, a decir verdad, me sentía calmado, como si mi existencia me garantizara también larga vida. Uno de mis compañeros de trabajo me preguntó a modo de broma si necesitaba salir más temprano. «Nadie quería poner en riesgo la vida del niño consentido de la oficina».  La mayoría de mis colegas rondaba entre los 40 y 50 años. «En mi comunidad no hay alguien más peligroso que yo», repliqué. Sin embargo, ese día salimos media hora antes de lo usual. El jefe tenía no sé qué compromiso y necesitaba que cerráramos temprano. Tomé un bus hasta mi casa, eran más de las nueve. Fui lo más sigiloso posible, pero justo antes de abrir la puerta sentí la presencia de alguien más. Afortunadamente no era el vecino, se trataba de un cuarentón de bigote prominente. Qué sencillo me resultaba no abrirle a la visita una vez en mi habitación; sin embargo, estando afuera y aunado al contacto visual, la historia era distinta. Si me hubiera encontrado al vecino, en seguida se habría instalado en mi casa. Cociné con una sola luz encendida, me bañé y poco después me acosté. No sé cuántas veces tocaron la puerta esa noche.

Llegué tarde a casa toda la semana, a pesar de que salí temprano del trabajo (el miércoles llegué alrededor de las ocho, el jueves después de las diez, el viernes casi a las doce y el fin de semana cerca de la una). El único día que no tocaron la puerta o que no la escuché, fue el domingo; por supuesto, no me extrañó la insistencia del vecino. Por otro lado, me pareció extraño toparme regularmente con el cuarentón del bigote, a veces más de una vez al día y en lugares distintos.

El lunes no tuve la misma suerte, salí a las cinco como correspondía. Me fui directo a casa, resignado a un posible encuentro con Jacinto, no podía seguir llegando tarde solo para evitarlo. Sin embargo, no me vio, o tal vez entendió el mensaje y decidió ignorarme. Cociné con varias luces encendidas y aun así no tocaron mi puerta. Poco antes de dormir me asomé a la ventana, vi al señor del bigote que, aunque no conocía, me resultaba familiar. Quizás por haber coincidido tanto con él últimamente.

El martes salí a las seis del trabajo. En condiciones normales me hubiera  quejado, pero pensar en la semana anterior me dio la fuerza para no hacerlo. Tomé el Metro, aunque era el medio de transporte más incómodo, también era mi mejor opción para llegar rápido a casa. Tenía mucha hambre y no podía darme el lujo de comer en la calle. Al ingresar al vagón vi de nuevo al tipo del bigote, sus grandes ojos azules contrastaban con  el resto de su apariencia. Noté que no dejaba de mirarme, como si algo en mí le resultara atractivo. Al menos no se bajó en la misma estación que yo. Apenas salí del Metro me detuvieron un par de policías. Uno de ellos exigió que le mostrara mi documento de identificación, después de sacar la cédula, el otro me pidió que levantara las manos y de inmediato comenzó a requisarme. «No te muevas», me dijo, mientras sacaba algo de mi pantalón. «¿Tienes permiso para esto?», preguntó.

«Eso no es mío», dije, tan asustado como sorprendido tras ver el arma. No sé cuántas preguntas me hicieron, ni siquiera escuchaba bien lo que decían. Un pensamiento ocupaba mi mente: ¿Cómo podía estar armado sin saberlo? ¿O cómo podía olvidar que lo estaba? Un golpe me hizo salir del letargo, uno de los policías había perdido el control. ¿Dónde vives?, me preguntó, mientras continuaba golpeándome. «Por aquí cerca», respondí con dificultad. Más tarde llegó una patrulla. Un policía se quedó a mi lado y el otro se reunió con los demás. «Debe ser él», escuché que dijo el más pequeño. Se acercaron a mí, me esposaron y me hicieron subir al vehículo policial. «Se terminó tu suerte, de esta no te salva nadie», me susurró el mismo que me había golpeado. Al parecer yo era sospechoso de los homicidios recientes. «Me están confundiendo, me están confundiendo, me están confundiendo», comencé a decir desesperado. «¿Vas a decir que no te pareces a él?», exclamó el que estaba a mano izquierda, mostrándome un retrato hablado de un hombre de ojos grandes y bigote prominente. «Obvio que no...» No pude terminar de hablar, el policía me haló con fuerza del cabello y me acercó al retrovisor. «No, pendejo, ¿no eres igualito?». No sabía de dónde habían salido esos ojos azules o aquel bigote. No sabía por qué aparentaba cuarenta. Ese del espejo no podía ser yo.
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